Mi amigo es un excelente novelista, a quien la política le interesa pero no lo apasiona. Me había escuchado decir en público que, desde hace rato, el gran problema de la Argentina no son los pobres, sino los ricos. Por eso, cuando nos encontramos a tomar un café, me preguntó si yo de veras pensaba que no había gente en el país que logró amasar una gran fortuna gracias a su esfuerzo, sin violar las leyes y creando fuentes de trabajo.
Le respondí que sería un necio si lo negase, pero que no era ésa la gente a la cual me refería, sino al número muy considerable de ricos que eluden y evaden impuestos, que son partícipes necesarios de abundantes casos de corrupción y que encabezan una monumental fuga de capitales del mercado doméstico (unos 70.000 millones de dólares en los últimos cinco años, según estimó Roberto Lavagna).
Pero, sobre todo, agregué, me parecía muy importante que cambiáramos nuestro ángulo de visión del asunto y a eso apuntaba básicamente mi frase. Porque centrarse tanto en los pobres sirve para invisibilizar a los ricos. Va de suyo que ninguna persona decente puede ser ajena al infortunio de los pobres y no hay político de derecha, de centro o de izquierda que deje de denunciarlo y de prometer que va a resolver la cuestión. Sólo que son muy pocos los que explican seriamente cómo van a hacerlo y muchos menos todavía quienes se atreven a hablar de la responsabilidad que tienen en esto los ricos. Mi amigo me replicó que quizá tuviese razón, pero que el argumento le sonaba demasiado setentista.
Le conté que, por suerte, mi advertencia podía encontrar apoyos bastante más cercanos y para nada sospechosos. Comenzaba a contestarme que, ante ciertos sectores, no iba a ir muy lejos citando a Krugman o a Stiglitz cuando lo interrumpí para mostrarle un recorte de diario. Era del 29 de marzo y estaba tomado de The Wall Street Journal, al que alguien ha llamado L’Osservatore Romano del capitalismo mundial. Se lee allí que los archirricos se han convertido en una amenaza para la paz social y se urge al gobierno:
“Fiscalicen a los superricos. Y háganlo ahora. Antes de que el 99% restante desencadene una nueva Revolución Estadounidense, una implosión y la Gran Depresión 2″.
Aproveché el asombro de mi amigo para contarle que, en Alemania, existe desde 2009 un grupo que ya tiene 50 miembros y se llama “Ricos por una tasa para los ricos” (La Nacion, 31/8/2011). Le exhibí después una nota de The New York Times (15/8/2011). Es una carta de Warren Buffett, una de las tres personas más ricas del mundo, quien pide:
“Por favor, dejen de mimar a los ricos con exenciones fiscales. [?] Un aumento de impuestos no atenta contra las inversiones ni contra la creación de empleo”. Y agrega: “Mientras las clases pobre y media luchan por nosotros en Afganistán y mientras la mayoría de los estadounidenses luchan por llegar a fin de mes, nosotros, los superricos, seguimos teniendo extraordinarias exenciones fiscales”.
Para no abrumarlo, me limité a enseñarle una noticia aparecida en La Nacion el 24 de agosto, en la que se informa que algunas de las personas más ricas de Francia emularon al magnate norteamericano e instaron a su gobierno a cobrarles más impuestos (éste viene de hacerlo, aunque con la cautela y la moderación típicas de quienes buscan ser reelegidos).
Lo bueno de mi amigo es que no chicanea. Se quedó pensando y me pidió que le explicara por qué aquí no se ha alzado una sola voz en ese sentido. La respuesta, le anticipé, se vuelve un poco complicada porque, entre nosotros, ni siquiera es del todo seguro que esa clase de reclamos puedan producir efectos tan eficaces como en el Primer Mundo. Las razones hay que buscarlas en dos notables peculiaridades argentinas de las que no se habla. La primera tiene que ver con un retroceso y la segunda, con una distorsión.
El retroceso constituye un ejemplo de involución que carece de paralelos en naciones de un nivel de desarrollo similar o superior al nuestro. Ocurre que desde hace más de treinta años el país pasó del régimen fiscal razonablemente progresivo que instaló el primer peronismo (y desmanteló después la última dictadura militar) a otro claramente regresivo, que es el que nos rige hasta ahora, dejando a salvo la importante corrección positiva que introdujeron las retenciones. Como se sabe, la progresividad alude a una redistribución del ingreso a favor de quienes menos tienen. Lo cierto es que la Argentina exhibía medio siglo atrás una estructura y una presión tributarias más parecidas a las del mundo desarrollado que a las del resto de América latina. El impacto distributivo de la acción fiscal era entonces superior al actual y existía también una mayor igualdad, sin perjuicio de las importantes mejoras que se han registrado desde 2002, principalmente vía la creación de empleos.
Mi amigo se sorprendió y me preguntó a qué atribuía un retroceso semejante. Le aclaré que estaba lejos de tener todas las claves pero que, en términos generales, me parecía lógico el argumento de Jorge Gaggero, quien vincula buena parte de lo sucedido a dos fenómenos asociados entre sí: el ascenso del neoliberalismo y los repetidos quiebres institucionales experimentados por el país, con efectos negativos y duraderos en el plano fiscal. Baste recordar tres lustros de altísima inflación (1975/90), dos hiperinflaciones (1989/90), una etapa de fuerte deflación (1998/02) y casi veinte años de políticas económicas basadas en la apreciación del tipo de cambio.
¿Y la distorsión? Concierne al modo en que se ha implementado entre nosotros el impuesto a las ganancias, el gravamen progresivo por excelencia. Ibamos por el segundo café y me di cuenta de que debía apurar la marcha para no perder la atención del novelista. Otra vez, le dije, somos un caso curioso. Este es un impuesto que recae tanto sobre las sociedades comerciales como sobre las personas físicas.
Pero la peculiaridad argentina es que un 70% de lo que recauda lo pagan las sociedades y sólo un 30% las personas físicas (por ejemplo, en el caso de los dividendos por acciones el gravamen queda exclusivamente a cargo de las compañías, y las rentas financieras de las personas están exentas). Exactamente al revés de lo que pasa en los países desarrollados o en Brasil o Chile.
Se trata de una diferencia crucial, al punto de que expertos como Gómez Sabaini o Cetrángolo consideran que cuando el impuesto a las ganancias recae fundamentalmente sobre las empresas hay que considerarlo regresivo y no progresivo.
¿Por qué? Porque, en términos generales, son muchas las ramas de actividad que están dominadas por muy pocas firmas, las cuales se convierten así en formadoras de precios y, siempre que pueden, les trasladan el impuesto a los compradores o consumidores. Por añadidura -y pese a la mejora que ha habido en la recaudación fiscal- se calcula que, cada año, se evade por lo menos un 50% del impuesto a las ganancias. Nos hallamos aquí ante dos problemas graves desde un punto de vista redistributivo. En lo que hace al volumen global de los aportes por ganancias (sociedades y personas físicas) medido como porcentaje del PBI, la media de los países desarrollados triplica a la nuestra, pese a que ésta aumentó al 4,7%. A la vez, la propia composición del tributo restringe considerablemente sus alcances progresivos.
A todo esto se suma que lo que se recauda por el impuesto a los bienes personales es ridículamente bajo (¡menos de 5000 contribuyentes declaran poseer propiedades en el exterior!). La consecuencia es que, para financiar sus gastos, la Nación recurre a impuestos tan regresivos y elevados como el IVA (que casi duplica el aporte de ganancias), y las provincias, a gravar los ingresos brutos, de manera que la proporción de estos tributos indirectos excede largamente la de sus similares en Estados Unidos, la Unión Europea o incluso Uruguay. El efecto es obvio: más allá de los buenos sentimientos que suscitan, lo real es que la carga impositiva que soportan los pobres en relación con sus recursos es varias veces superior a la de los ricos.
“¡Pero esto termina favoreciendo también a los ricos que son buenos ciudadanos y que yo defendía hace un rato!”, exclamó mi amigo. Me sentí comprendido. “¿Sabés por qué? -dije-. Porque más allá de las responsabilidades personales, el problema es estructural y exige una reforma del sistema que ha sido postergada por demasiado tiempo.” “Como novelista, se me ocurre un cierre literario para nuestra conversación -dijo-. Baudelaire bromeaba que el Diablo gana justo en el momento en que consigue convencer a todo el mundo de que no existe. Pasa algo parecido con los ricos cuando todos hablan de los pobres, ¿no?”
El autor fue secretario de Cultura de la Nación. .