Fukuhisma es un negocio privado. Un tanto peculiar pero un negocio al fin y al cabo. Como British Petroleum, como Microsoft, Carrefour o la central de Santa María de Garoña. La propietaria de la central accidentada es Tokyo Electric Power Company, TEPCO, una corporación nipona, la tercera compañía eléctrica del mundo, una empresa que recientemente ha pedido a los bancos japoneses una ayuda urgente de 1,5 billones de yenes (unos 18 mil millones de dólares).
¿Podemos confiar en las informaciones que nos brinda y en las medidas de seguridad que anuncia? No parece prudente; el pasado no les avala. En absoluto. Tampoco el presente por lo que estamos viendo.
A finales de julio de 2007, un terremoto de intensidad 6,8 golpeó la provincia de Niigata, a 200 km de Tokio y alteró gravemente el funcionamiento el Kashiwazaki-Kariwa, una de las mayores plantas nucleares del mundo con 7 reactores.
Los informes hablaron de fugas radiactivas, conductos obsoletos, tuberías quemadas, aparte de incendios.
Varios centenares de barriles de residuos se vinieron abajo; más de 1.000 litros de agua radiactiva se vertieron al mar y fugas de isótopos se dispersaron en la zona.
Después de muchas dudas y vacilaciones, los responsables de la central lo admitieron: el terremoto había provocado un desastre. Ya entonces un portavoz de la corporación propietaria, también TEPCO, señaló que los reactores de la central habían sido diseñados para resistir terremotos, pero sólo, matizó, hasta una determinada intensidad que era inferior a la magnitud del seísmo registrado aquel lunes de julio de 2007.
La misma melodía que ahora estamos oyendo. ¿Podemos creerles?
No parece razonable. Años antes, en 2002, se descubrió que TEPCO falsificaba información sobre seguridad.
La empresa fue obligada a cerrar sus 17 reactores, incluidos los de la central de Fukushima I.
Los ejecutivos de la corporación admitieron haber presentado unos 200 informes técnicos con datos falsos en las dos décadas anteriores. Un ingeniero nuclear estadounidense que trabajaba en la empresa dio a conocer el desaguisado tiempo después.
Las informaciones sobre la situación actual presentan datos contradictorios que abonan, a un tiempo, esperanza y desánimo.
En el momento en que escribimos este artículo, los ingenieros de la central han logrado conectar cables de energía a los seis reactores de la central a los que sólo faltaba dotarlos de corriente.
Al mismo tiempo, la temperatura en el núcleo del primer reactor volvía a ascender y el reactor 3, el que usa como combustible una mezcla con plutonio, echaba humo nuevamente.
Por otra parte, la Organización Internacional de Energía Atómica, nada sospechosa de alarmismo, informaba que en un radio de 20 km alrededor de la central el nivel de radiactividad ha adquirido niveles muy importantes.
La propia compañía ha reconocido la presencia de yodo radiactivo 120 veces superior al límite establecido en una muestra de agua marina. Y el plutonio, parece ser, está asomando su prolongada patita radiactiva.
No hay ya ninguna duda de la existencia de importantes fugas radiactivas. La radiación ni se ve ni se huele ni se siente, pero sus efectos son a largo plazo y dañarán la salud y el medio ambiente durante largos años.
En el núcleo de un reactor atómico existen más de 60 contaminantes radiactivos, unos de vida media muy larga y otros de vida corta.
Muchos de estos elementos tienen una gran afinidad con nuestro organismo.
Entre esos contaminantes, los que tendrán mayores consecuencias para la salud humana serán el yodo-131, el cesio-137 y el estroncio-90 con el plus del plutonio. Según el organismo oficial austriaco para la meteorología y la geodinámica (ZAMG: Zentralstalt für Meteorologie und Geodynamik) el yodo-131 emitido representa el 20% del total que dispersó Chernobil, mientras que el cesio-137 alcanza el 50% de aquel.
Y esto son estimaciones de la pasada semana. El 19 de marzo ya fueron detectadas emisiones de Fukushima en Hawai, las islas Wake y la costa de California.
El organismo similar alemán da estimaciones parecidas (Carlos Bravo de Greenpeace ha comentado recientemente que la radiactividad emitida hasta la fecha por los reactores de Fukushima es ya mayor que la emitida en Chernóbil).
El iodo-131 afecta inmediatamente y deja mutaciones en los genes; a partir de ellas se puede desarrollar posteriormente el cáncer de tiroides (el accidente de Chernobil multiplicó por diez los casos de este cáncer en Centroeuropa).
El estroncio se acumula en los huesos, como si fuera calcio, y durante este años continúa irradiando el organismo (30 años de vida media). El cesio-137 queda depositado en los músculos, comportándose de forma parecida al potasio.
Ambos, estroncio y cesio, aumentan el riesgo de todo tipo de cánceres, especialmente los de huesos, músculos y tumores cerebrales, disminuyendo la inmunidad del organismo e incrementando la capacidad de sufrir otras patologías. La radiación, además, altera la reproducción y afecta más a las mujeres que a los hombres.
Tampoco las consecuencias para el medio ambiente serán inocuas. La contaminación nuclear se deposita en el suelo y en el mar, se incorpora a la cadena trófica de los peces, que son la base de la dieta en Japón, del resto de animales -el yodo-131 aparece precozmente en la leche-, de las plantas, la fruta y las verduras.
Este proceso se irá acumulando, pasará de un ser vivo a otro e irá empeorando. La persistencia de estos radioelementos en el medio ambiente perdura largo tiempo y su presencia puede detectarse en los alimentos incluso años después del accidente.
Existen dos tipos de efectos en la salud humana por la exposición a la radiación.
Unos son determinísticos, los inmediatos a la exposición, dependen de la dosis recibida; otros son probabilísticos e irrumpen cuando las partículas radiactivas se acoplan a distintos órganos. Estos últimos son los que más deben preocupar.
Influyen en el aumento del riesgo de sufrir cáncer actuando como si fueran componentes biológicos.
El cesio 137, como comentábamos, se acopla al músculo y va irradiando a lo largo del tiempo. Lo mejor que puede pasar es que mate la célula; si, por el contrario, causa una mutación en un gen supresor de tumores, puede aumentar la posibilidad de que se sufra cáncer.
El accidente de Fukushima es, en síntesis, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, un Chernobil a cámara lenta
Mientras Japón (y el mundo) afronta un accidente nuclear que puede llegar a ser el peor de la historia, parece evidente que cualquier debate, necesario y urgente, sobre la seguridad de la energía atómica debería abordar la independencia real de los organismos reguladores.
En frecuentes ocasiones, numerosas por lo que sabemos, industria y organismos reguladores son uno y lo mismo. Hay pocos expertos nucleares independientes en el mundo; en su gran mayoría, trabajan para la industria, o bien lo hicieron antes y ahora son agentes reguladores.
Fukushima no es Hiroshima.
Tampoco Nagasaki. Pero Hiroshima, Nagasaki, la Isla de las Tres millas, Chernobil, Ascó y Fukushima pertenecen a un período, la era atómica, que es necesario superar.
Hiroshima abrió el camino suicida del armamento nuclear, un sendero que debe cerrarse con urgencia.
Fukushima ha sido, debe ser, la última advertencia de la equivocada apuesta por la energía nuclear, una apuesta que va a dejar un legado que no merecen las futuras generaciones: toneladas y toneladas de residuos radiactivos que van a exigir, aparte de la fuerte vulnerabilidad que representan ante catástrofes, atentados y guerras, control, esfuerzos económicos, importantes inversiones de seguridad y riesgos nada marginales.
Veinticinco años después, el reactor 4 de Chernobyl continúa emitiendo radiactividad pese a que está sepultado bajo una gruesa (pero deteriorada) cubierta de hormigón.
Se intentan recaudar más de 2.000 millones de dólares para construir un sarcófago permanente (que no será permanente) que contenga la radiación.
Sea cual sea nuestro concepto del buen vivir, no parece consistente con un escenario como el que hemos dibujado, como el mundo que está irrumpiendo dantescamente ante nuestros ojos.
Faust no puede ser un modelo de referencia para la Humanidad.
¡Por una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo!
A finales de julio de 2007, un terremoto de intensidad 6,8 golpeó la provincia de Niigata, a 200 km de Tokio y alteró gravemente el funcionamiento el Kashiwazaki-Kariwa, una de las mayores plantas nucleares del mundo con 7 reactores.
Los informes hablaron de fugas radiactivas, conductos obsoletos, tuberías quemadas, aparte de incendios.
Varios centenares de barriles de residuos se vinieron abajo; más de 1.000 litros de agua radiactiva se vertieron al mar y fugas de isótopos se dispersaron en la zona.
Después de muchas dudas y vacilaciones, los responsables de la central lo admitieron: el terremoto había provocado un desastre. Ya entonces un portavoz de la corporación propietaria, también TEPCO, señaló que los reactores de la central habían sido diseñados para resistir terremotos, pero sólo, matizó, hasta una determinada intensidad que era inferior a la magnitud del seísmo registrado aquel lunes de julio de 2007.
La misma melodía que ahora estamos oyendo. ¿Podemos creerles?
No parece razonable. Años antes, en 2002, se descubrió que TEPCO falsificaba información sobre seguridad.
La empresa fue obligada a cerrar sus 17 reactores, incluidos los de la central de Fukushima I.
Los ejecutivos de la corporación admitieron haber presentado unos 200 informes técnicos con datos falsos en las dos décadas anteriores. Un ingeniero nuclear estadounidense que trabajaba en la empresa dio a conocer el desaguisado tiempo después.
Las informaciones sobre la situación actual presentan datos contradictorios que abonan, a un tiempo, esperanza y desánimo.
En el momento en que escribimos este artículo, los ingenieros de la central han logrado conectar cables de energía a los seis reactores de la central a los que sólo faltaba dotarlos de corriente.
Al mismo tiempo, la temperatura en el núcleo del primer reactor volvía a ascender y el reactor 3, el que usa como combustible una mezcla con plutonio, echaba humo nuevamente.
Por otra parte, la Organización Internacional de Energía Atómica, nada sospechosa de alarmismo, informaba que en un radio de 20 km alrededor de la central el nivel de radiactividad ha adquirido niveles muy importantes.
La propia compañía ha reconocido la presencia de yodo radiactivo 120 veces superior al límite establecido en una muestra de agua marina. Y el plutonio, parece ser, está asomando su prolongada patita radiactiva.
No hay ya ninguna duda de la existencia de importantes fugas radiactivas. La radiación ni se ve ni se huele ni se siente, pero sus efectos son a largo plazo y dañarán la salud y el medio ambiente durante largos años.
En el núcleo de un reactor atómico existen más de 60 contaminantes radiactivos, unos de vida media muy larga y otros de vida corta.
Muchos de estos elementos tienen una gran afinidad con nuestro organismo.
Entre esos contaminantes, los que tendrán mayores consecuencias para la salud humana serán el yodo-131, el cesio-137 y el estroncio-90 con el plus del plutonio. Según el organismo oficial austriaco para la meteorología y la geodinámica (ZAMG: Zentralstalt für Meteorologie und Geodynamik) el yodo-131 emitido representa el 20% del total que dispersó Chernobil, mientras que el cesio-137 alcanza el 50% de aquel.
Y esto son estimaciones de la pasada semana. El 19 de marzo ya fueron detectadas emisiones de Fukushima en Hawai, las islas Wake y la costa de California.
El organismo similar alemán da estimaciones parecidas (Carlos Bravo de Greenpeace ha comentado recientemente que la radiactividad emitida hasta la fecha por los reactores de Fukushima es ya mayor que la emitida en Chernóbil).
El iodo-131 afecta inmediatamente y deja mutaciones en los genes; a partir de ellas se puede desarrollar posteriormente el cáncer de tiroides (el accidente de Chernobil multiplicó por diez los casos de este cáncer en Centroeuropa).
El estroncio se acumula en los huesos, como si fuera calcio, y durante este años continúa irradiando el organismo (30 años de vida media). El cesio-137 queda depositado en los músculos, comportándose de forma parecida al potasio.
Ambos, estroncio y cesio, aumentan el riesgo de todo tipo de cánceres, especialmente los de huesos, músculos y tumores cerebrales, disminuyendo la inmunidad del organismo e incrementando la capacidad de sufrir otras patologías. La radiación, además, altera la reproducción y afecta más a las mujeres que a los hombres.
Tampoco las consecuencias para el medio ambiente serán inocuas. La contaminación nuclear se deposita en el suelo y en el mar, se incorpora a la cadena trófica de los peces, que son la base de la dieta en Japón, del resto de animales -el yodo-131 aparece precozmente en la leche-, de las plantas, la fruta y las verduras.
Este proceso se irá acumulando, pasará de un ser vivo a otro e irá empeorando. La persistencia de estos radioelementos en el medio ambiente perdura largo tiempo y su presencia puede detectarse en los alimentos incluso años después del accidente.
Existen dos tipos de efectos en la salud humana por la exposición a la radiación.
Unos son determinísticos, los inmediatos a la exposición, dependen de la dosis recibida; otros son probabilísticos e irrumpen cuando las partículas radiactivas se acoplan a distintos órganos. Estos últimos son los que más deben preocupar.
Influyen en el aumento del riesgo de sufrir cáncer actuando como si fueran componentes biológicos.
El cesio 137, como comentábamos, se acopla al músculo y va irradiando a lo largo del tiempo. Lo mejor que puede pasar es que mate la célula; si, por el contrario, causa una mutación en un gen supresor de tumores, puede aumentar la posibilidad de que se sufra cáncer.
El accidente de Fukushima es, en síntesis, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, un Chernobil a cámara lenta
Mientras Japón (y el mundo) afronta un accidente nuclear que puede llegar a ser el peor de la historia, parece evidente que cualquier debate, necesario y urgente, sobre la seguridad de la energía atómica debería abordar la independencia real de los organismos reguladores.
En frecuentes ocasiones, numerosas por lo que sabemos, industria y organismos reguladores son uno y lo mismo. Hay pocos expertos nucleares independientes en el mundo; en su gran mayoría, trabajan para la industria, o bien lo hicieron antes y ahora son agentes reguladores.
Fukushima no es Hiroshima.
Tampoco Nagasaki. Pero Hiroshima, Nagasaki, la Isla de las Tres millas, Chernobil, Ascó y Fukushima pertenecen a un período, la era atómica, que es necesario superar.
Hiroshima abrió el camino suicida del armamento nuclear, un sendero que debe cerrarse con urgencia.
Fukushima ha sido, debe ser, la última advertencia de la equivocada apuesta por la energía nuclear, una apuesta que va a dejar un legado que no merecen las futuras generaciones: toneladas y toneladas de residuos radiactivos que van a exigir, aparte de la fuerte vulnerabilidad que representan ante catástrofes, atentados y guerras, control, esfuerzos económicos, importantes inversiones de seguridad y riesgos nada marginales.
Veinticinco años después, el reactor 4 de Chernobyl continúa emitiendo radiactividad pese a que está sepultado bajo una gruesa (pero deteriorada) cubierta de hormigón.
Se intentan recaudar más de 2.000 millones de dólares para construir un sarcófago permanente (que no será permanente) que contenga la radiación.
Sea cual sea nuestro concepto del buen vivir, no parece consistente con un escenario como el que hemos dibujado, como el mundo que está irrumpiendo dantescamente ante nuestros ojos.
Faust no puede ser un modelo de referencia para la Humanidad.
¡Por una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo!
Fuente: Rebelión