El terremoto y maremoto de hace pocos días en Japón ha traído catastróficas consecuencias en pérdidas de vidas humanas y de infraestructura. Tal vez nunca se pueda cuantificar cuántas vidas humanas y cuántos daños causó ese evento. Existe otra consecuencia de esa hecatombe, sobre la que el planeta entero ha puesto su atención: los riesgos y la incertidumbre del uso de la energía nuclear.
Sin duda la central nuclear de Fukushima cumplía los mejores estándares de seguridad exigidos por una sociedad tan rigurosa como la japonesa… hasta que un terremoto de 8,9 grados en la escala de Richter afectó en forma irreparable los mecanismos de enfriamiento del reactor.
Luego de ese evento, inusual por su magnitud, pero siempre posible en el “cinturón de fuego del Pacífico”, los impactos actuales y futuros de los daños y radiación que emanen de esa zona de desastre serán muy altos.
En lo personal, me opongo a cualquier tipo carrera nuclear con fines belicistas, venga de donde venga. También me opongo se intenten mancillar e invadir países, con el pretexto de que poseen energía nuclear con fines bélicos o por razones geopolíticas imperiales.
Del mismo modo, considero que la energía nuclear para propósitos pacíficos acarrea muchos peligros, a pesar de que puede ser una opción de diversificación de la oferta de la matriz energética.
Si no olvidáramos lo ocurrido en Three Mile Island (EEEUU) en 1979 y luego en Chernobyl (Ucrania) en 1986, sería mejor aplicar el principio de precaución: ante el desconocimiento de los riesgos, es preferible no emprender proyectos que podrían generar una enorme destrucción.
No me refiero en este punto al tratamiento de desechos o residuos tóxicos y radioactivos que pretenden los países ricos, ubicándolos en países con menores estándares ambientales.
En Ecuador el principio de precaución lo consagra el artículo 73 de la Constitución de la República (aprobada en septiembre de 2008): “el Estado aplicará medidas de precaución y restricción para las actividades que puedan conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales”.
La economía no puede funcionar sin recursos naturales (como petróleo, gas o carbón). Ahora bien, la producción, transformación y consumo de éstos generan residuos, muy tóxicos en unos casos, y muchos de ellos imposibles de reciclar porque no son biodegradables o porque su período de degradación es extremadamente largo (varios miles de años en el caso de ciertos plásticos y de la basura nuclear).
No existe tecnología “prometeica” capaz de reciclar el dióxido de carbono y convertirlo en gasolina. Toda actividad económica afecta, de una u otra manera, a la Madre Tierra y el “optimismo” tecnológico tiene límites prácticos y temporales muy concretos.
La tecnología y la eficiencia son importantes, sin duda. A nivel microeconómico, han surgido posibilidades como las medidas de ecoeficiencia de los productos o servicios, que se aplican bajo el concepto de los MIPS (material input per unit of service) desarrollado por el Wuppertal Institute de Alemania.
La idea es reducir los materiales requeridos para producir un producto o servicio. Se hablaba (incluso se publicó un libro ya famoso: Factor Four: Doubling Wealth, Halving Resource Use) de que se podían utilizar cuatro veces menos materiales y energía para producir la misma unidad de producto o servicio.
Con un exceso de entusiasmo se llegó a afirmar que la reducción podría ser de hasta 10 veces.
En el nivel macro se ha planteado la “desmaterialización” de la economía. Esto es, reducir la cantidad de materiales y energía por unidad de producto. Con optimismo, quienes proponen esta posibilidad consideran que la mejora de eficiencia de los países ricos del Norte, que cada vez utilizan menos energía por unidad de PIB, es una prueba de que esto en realidad está ocurriendo.
Lo que no dicen es que esos mismos países cada vez utilizan más energía en términos absolutos, lo que provoca daños ambientales irreparables.
Esto se conoce como la “paradoja de Jevons”. William Stanley Jevons, uno de los precursores de la economía ortodoxa, publicó en 1865 un libro (The Coal Question) en que predijo que el cambio hacia energías más eficientes, debido a los avances tecnológicos, conduciría a la sociedad hacia un mayor uso de las mismas.
Un ejemplo: los automóviles son cada vez más eficientes en el uso de energía (rinden más kilómetros por galón); pero cada vez hay más autos, y por lo tanto mayor consumo de energía fósil. Esto incrementa las emisiones de dióxido de carbono, uno de los principales gases causantes del efecto invernadero.
Esto nos lleva a otro problema: la diferencia entre riesgo e incertidumbre. El riesgo se mide por probabilidades, esto es, podemos conocer los eventos posibles y asignarles valores numéricos.
Por ejemplo, la probabilidad de que una moneda caiga cara es de 50%. La incertidumbre implica que desconocemos los eventos futuros (y sus efectos), y que no podemos asignar valores numéricos, como en el ejemplo de la moneda.
Esto se aplica bien a los usos de la energía nuclear. La incertidumbre puede ser muy profunda, como cuando desconocemos incluso los escenarios futuros (amplia incertidumbre); puede ser menos profunda (se conocen los eventos pero no se conocen las probabilidades); o también puede ser reducida (en los pocos casos en los cuales tenemos plena claridad sobre los escenarios y las probabilidades involucradas).
La probabilidad de que ocurra un evento puede ser baja, pero los efectos si ocurre pueden ser devastadores. Esto es lo que está ocurriendo en Japón, y no es el primer evento que podemos recordar. La naturaleza humana suele confundir baja probabilidad de ocurrencia con bajo costo.
En Chernobyl fue muy duro aprender que los impactos y los costos de un accidente nuclear pueden alcanzan niveles que comprometen incluso la economía de todo un país.
El incremento de la incertidumbre y la magnitud de los problemas contemporáneos han llegado a un punto crítico. Como para que sea indispensable y urgente debatir la necesidad de construir nuevos paradigmas.
Ese punto crítico exige precaución en los usos de la energía nuclear y cautela con los “optimismos” tecnológicos, pues pueden resultar fatales para nuestras sociedades, en las que siempre están presentes el riesgo y la vulnerabilidad.
Fuente: Rebelión NI LIMPIA, NI BARATA, NI ILIMITADA. CENTRALIZADA Y MILITARIZADA Luego de ese evento, inusual por su magnitud, pero siempre posible en el “cinturón de fuego del Pacífico”, los impactos actuales y futuros de los daños y radiación que emanen de esa zona de desastre serán muy altos.
En lo personal, me opongo a cualquier tipo carrera nuclear con fines belicistas, venga de donde venga. También me opongo se intenten mancillar e invadir países, con el pretexto de que poseen energía nuclear con fines bélicos o por razones geopolíticas imperiales.
Del mismo modo, considero que la energía nuclear para propósitos pacíficos acarrea muchos peligros, a pesar de que puede ser una opción de diversificación de la oferta de la matriz energética.
Si no olvidáramos lo ocurrido en Three Mile Island (EEEUU) en 1979 y luego en Chernobyl (Ucrania) en 1986, sería mejor aplicar el principio de precaución: ante el desconocimiento de los riesgos, es preferible no emprender proyectos que podrían generar una enorme destrucción.
No me refiero en este punto al tratamiento de desechos o residuos tóxicos y radioactivos que pretenden los países ricos, ubicándolos en países con menores estándares ambientales.
En Ecuador el principio de precaución lo consagra el artículo 73 de la Constitución de la República (aprobada en septiembre de 2008): “el Estado aplicará medidas de precaución y restricción para las actividades que puedan conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales”.
La economía no puede funcionar sin recursos naturales (como petróleo, gas o carbón). Ahora bien, la producción, transformación y consumo de éstos generan residuos, muy tóxicos en unos casos, y muchos de ellos imposibles de reciclar porque no son biodegradables o porque su período de degradación es extremadamente largo (varios miles de años en el caso de ciertos plásticos y de la basura nuclear).
No existe tecnología “prometeica” capaz de reciclar el dióxido de carbono y convertirlo en gasolina. Toda actividad económica afecta, de una u otra manera, a la Madre Tierra y el “optimismo” tecnológico tiene límites prácticos y temporales muy concretos.
La tecnología y la eficiencia son importantes, sin duda. A nivel microeconómico, han surgido posibilidades como las medidas de ecoeficiencia de los productos o servicios, que se aplican bajo el concepto de los MIPS (material input per unit of service) desarrollado por el Wuppertal Institute de Alemania.
La idea es reducir los materiales requeridos para producir un producto o servicio. Se hablaba (incluso se publicó un libro ya famoso: Factor Four: Doubling Wealth, Halving Resource Use) de que se podían utilizar cuatro veces menos materiales y energía para producir la misma unidad de producto o servicio.
Con un exceso de entusiasmo se llegó a afirmar que la reducción podría ser de hasta 10 veces.
En el nivel macro se ha planteado la “desmaterialización” de la economía. Esto es, reducir la cantidad de materiales y energía por unidad de producto. Con optimismo, quienes proponen esta posibilidad consideran que la mejora de eficiencia de los países ricos del Norte, que cada vez utilizan menos energía por unidad de PIB, es una prueba de que esto en realidad está ocurriendo.
Lo que no dicen es que esos mismos países cada vez utilizan más energía en términos absolutos, lo que provoca daños ambientales irreparables.
Esto se conoce como la “paradoja de Jevons”. William Stanley Jevons, uno de los precursores de la economía ortodoxa, publicó en 1865 un libro (The Coal Question) en que predijo que el cambio hacia energías más eficientes, debido a los avances tecnológicos, conduciría a la sociedad hacia un mayor uso de las mismas.
Un ejemplo: los automóviles son cada vez más eficientes en el uso de energía (rinden más kilómetros por galón); pero cada vez hay más autos, y por lo tanto mayor consumo de energía fósil. Esto incrementa las emisiones de dióxido de carbono, uno de los principales gases causantes del efecto invernadero.
Esto nos lleva a otro problema: la diferencia entre riesgo e incertidumbre. El riesgo se mide por probabilidades, esto es, podemos conocer los eventos posibles y asignarles valores numéricos.
Por ejemplo, la probabilidad de que una moneda caiga cara es de 50%. La incertidumbre implica que desconocemos los eventos futuros (y sus efectos), y que no podemos asignar valores numéricos, como en el ejemplo de la moneda.
Esto se aplica bien a los usos de la energía nuclear. La incertidumbre puede ser muy profunda, como cuando desconocemos incluso los escenarios futuros (amplia incertidumbre); puede ser menos profunda (se conocen los eventos pero no se conocen las probabilidades); o también puede ser reducida (en los pocos casos en los cuales tenemos plena claridad sobre los escenarios y las probabilidades involucradas).
La probabilidad de que ocurra un evento puede ser baja, pero los efectos si ocurre pueden ser devastadores. Esto es lo que está ocurriendo en Japón, y no es el primer evento que podemos recordar. La naturaleza humana suele confundir baja probabilidad de ocurrencia con bajo costo.
En Chernobyl fue muy duro aprender que los impactos y los costos de un accidente nuclear pueden alcanzan niveles que comprometen incluso la economía de todo un país.
El incremento de la incertidumbre y la magnitud de los problemas contemporáneos han llegado a un punto crítico. Como para que sea indispensable y urgente debatir la necesidad de construir nuevos paradigmas.
Ese punto crítico exige precaución en los usos de la energía nuclear y cautela con los “optimismos” tecnológicos, pues pueden resultar fatales para nuestras sociedades, en las que siempre están presentes el riesgo y la vulnerabilidad.
Justo cuando la derecha neoliberal nos anunciaba la buena nueva de que iba a resolver el problema energético, agravado por las revoluciones árabes, impulsando la energía nuclear, la naturaleza se ha empeñado en demostrar lo contrario.
Sea cual sea el desenlace de la emergencia atómica en Japón, esa industria no volverá a ser la misma, igual que no se recuperó nunca totalmente de los accidentes de Harrisburg, primero, y Chernóbil, cuyo efecto psicológico frenó de golpe los planes de nuclearizar el planeta para saciar la sed de energía del mundo desarrollado.
Ahora, senadores estadounidenses pronucleares, y hasta la canciller alemana, Angela Merkel, están dando marcha atrás precipitadamente a sus ambiciosos proyectos atómicos.
En realidad, los políticos defensores de las bondades del átomo suelen cambiar de postura cuando afecta directamente a sus votantes, como les ocurre a los del PP en España cuando se baraja establecer algún almacén de desechos radiactivos en una comunidad que quieren gobernar.
Desde el principio de la era atómica, los gobernantes y las grandes multinacionales acusaron a los ecologistas de alarmismo infundado frente a una energía limpia, barata e ilimitada. Y el efecto invernadero provocado por los combustibles fósiles pareció avalar esos argumentos.
Pero en medio siglo hemos podido comprobar que no es limpia; y no sólo para la Bielorrusia devastada por la radiación, ya que seguimos sin saber qué hacer con los residuos.
Ni mucho menos barata; y no sólo para Japón, ahora, sino tomando en cuenta los astronómicos costes de seguridad y del almacenamiento indefinido de isótopos que seguirán irradiando peligrosamente durante milenios.
Ni tampoco ilimitada, por supuesto, ya que depende de un combustible escaso y difícil de tratar.
Entonces, ¿por qué se insistió en desarrollar a toda costa, invirtiendo en ello muchos billones de dólares? Sin duda, si semejante cantidad se hubiera empleado en investigar y explotar fuentes renovables, ahora las alternativas eólica, solar y otras habrían alcanzado una eficacia probablemente muy superior a la de lo nuclear.
Pero la industria atómica tenía un doble uso militar; obligaba a controlar todas sus fases (desde la extracción del uranio hasta su enriquecimiento y el reprocesamiento de los desechos) por superpotencias tecnológicas; forzaba la centralización de la producción de energía bajo draconianas estructuras de seguridad; e impedía que los países pobres se independizaran energéticamente.
¿O no ha sido así?
Sea cual sea el desenlace de la emergencia atómica en Japón, esa industria no volverá a ser la misma, igual que no se recuperó nunca totalmente de los accidentes de Harrisburg, primero, y Chernóbil, cuyo efecto psicológico frenó de golpe los planes de nuclearizar el planeta para saciar la sed de energía del mundo desarrollado.
Ahora, senadores estadounidenses pronucleares, y hasta la canciller alemana, Angela Merkel, están dando marcha atrás precipitadamente a sus ambiciosos proyectos atómicos.
En realidad, los políticos defensores de las bondades del átomo suelen cambiar de postura cuando afecta directamente a sus votantes, como les ocurre a los del PP en España cuando se baraja establecer algún almacén de desechos radiactivos en una comunidad que quieren gobernar.
Desde el principio de la era atómica, los gobernantes y las grandes multinacionales acusaron a los ecologistas de alarmismo infundado frente a una energía limpia, barata e ilimitada. Y el efecto invernadero provocado por los combustibles fósiles pareció avalar esos argumentos.
Pero en medio siglo hemos podido comprobar que no es limpia; y no sólo para la Bielorrusia devastada por la radiación, ya que seguimos sin saber qué hacer con los residuos.
Ni mucho menos barata; y no sólo para Japón, ahora, sino tomando en cuenta los astronómicos costes de seguridad y del almacenamiento indefinido de isótopos que seguirán irradiando peligrosamente durante milenios.
Ni tampoco ilimitada, por supuesto, ya que depende de un combustible escaso y difícil de tratar.
Entonces, ¿por qué se insistió en desarrollar a toda costa, invirtiendo en ello muchos billones de dólares? Sin duda, si semejante cantidad se hubiera empleado en investigar y explotar fuentes renovables, ahora las alternativas eólica, solar y otras habrían alcanzado una eficacia probablemente muy superior a la de lo nuclear.
Pero la industria atómica tenía un doble uso militar; obligaba a controlar todas sus fases (desde la extracción del uranio hasta su enriquecimiento y el reprocesamiento de los desechos) por superpotencias tecnológicas; forzaba la centralización de la producción de energía bajo draconianas estructuras de seguridad; e impedía que los países pobres se independizaran energéticamente.
¿O no ha sido así?
Fuente: Público.es