Un libro recupera tramos de la vida pública y privada de algunos grupos indígenas locales. También los ubica en el contexto en el que fueron diezmados.
POR Dolores Pruneda Paz
Las decisiones político-militares y socio-culturales que durante la conquista española tomaron grandes caciques de los pueblos nativos de lo que hoy es nuestro país, así como la barbarie a la que fueron sometidos otros grandes líderes indígenas –del 1500 a mediados de siglo XX cuando los estados, naciones y comunidades que administraban prácticamente desaparecieron por el genocidio “civilizador”– son rescatadas por el docente Andrés Bonatti y el periodista Javier Valdez en Historias desconocidas de la Argentina indígena (Edhasa).
La resistencia ofrecida por curacas calchaquíes durante 100 años de violentas guerras o el ranquel Paguithruz Goul en la pampa argentina –ahijado del “Restaurador”, que le dio el nombre occidental de Mariano Rosas– es sólo una parte de esta historia. Aquí se cuenta desde el destino de grupos pacíficos del sur –cazados como animales por científicos europeos que los consideraban objetos de estudio– hasta las masacres de Napalpí (1920) y Pilagá, en pleno apogeo del primer gobierno peronista (1947).
La historia tupi guaraní, navaho, náhuatl y de muchas otras culturas desplegadas entre Tierra del Fuego y Alaska “aún permanece entre las sombras”, afirman en el prólogo Bonatti y Valdez, que aspiraron a encontrar un punto medio entre las leyendas blanca y negra que la envuelven: la primera, emparentada a la voz oficial, disfrazó con máscaras socialmente aceptadas la intención de exterminar civilizaciones para ocupar sus tierras; y la segunda, de tendencia indigenista, evitó leer responsabilidades, intereses creados y traiciones entre los mismos pueblos. Su propósito fue “hallar una escala cromática de la historia, una perspectiva equilibrada (…) que ayude a comprender los procesos sociales, económicos y políticos que involucraron a los pueblos originarios desde el arribo de los españoles a estas tierras”, donde el eje “es la compleja relación del indio con Occidente” y la mirada está puesta en “el lado más codicioso y cruel de sus protagonistas”.
Así el chileno Calfucurá, el “Señor de las Pampas” temido y respetado por el huinca –hombre blanco–, autor del único y más acabado intento de un Estado indígena en el país y cabeza de la “Confederación mapuche” con centro en Carhué (Buenos Aires), es presentado como el estratega que tenía en el ganado y las mujeres la mayor moneda de cambio, que se alió y negoció indistintamente con Rosas o Urquiza y que perdió una única batalla, la última, tras 50 años de poderío, contra criollos apoyado por el cacique araucano Cipriano Catriel.
Lo interesante del trabajo es que funciona como un compendio de una parte de nuestra historia que pareciera no interesarle, del todo, a la versión escolar y sirve para entender de forma más acabada la identidad nacional. Aunque a veces faltan algunos “cómo” y “por qué”, los datos que aportan los autores logran un paneo que se completa con documentación de la época.
De esta manera refieren prácticas como el traslado y relocalización de nativos –entendido como deportación compulsiva de una comunidad para desarmar manifestaciones belicosas y usarla como mano de obra barata–, que tuvo su caso paradigmático en los Quilmes, desarraigados de sus familias en la región de Tucma y depositados en un espacio reducido de la localidad bonaerense que ahora lleva su nombre.
Los investigadores traducen esta acción en datos históricos, unos cuatro siglos más tarde: el pucará de los Quilmes fue declarado patrimonio de la provincia de Tucumán en 1977 –por el gobernador de facto de Antonio Bussi– para su uso turístico y eso causó serios daños arqueológicos; en 1990 el gobernador democrático Ramón Ortega, “Palito”, autorizó construir un lujoso hotel sobre las ruinas, con una pileta inmensa sobre el antiguo cementerio; y recién en 2008 la Justicia anuló su explotación privada y otorgó el co-gerenciamiento a sus descendientes.
Además evidencian algunas contradicciones conceptuales que perduran en el tiempo, con datos como el del nombre de la ciudad de Resistencia, Chaco, llamada así en referencia a la repulsa que lograron los colonos sobre la comunidad del cacique Leoncito; o la permanencia de los restos de Calfucurá, obtenidos tras la profanación de su tumba, en el depósito del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, en momentos en que el “Día de la raza” pasó a llamarse, gracias a un decreto presidencial, “Día del respeto a la diversidad cultural”.
“El avasallamiento y marginación contra los pueblos originarios no terminó con la Conquista del Desierto (hasta hace muy poco definida como gesta heroica en los manuales de estudio de los ciclos primario y secundario): miles de descendientes de aquellas etnias enfrentan a cotidiano el abuso, la discriminación y la pobreza”, concluyen los autores.
Una aseveración que encontró su correlato inmediato hace pocas semanas cuando el cacique toba Félix Díaz realizó un huelga de hambre tras la muerte de dos indígenas durante la represión del 23 de noviembre de 2010 en Formosa, cuando fuerzas provinciales intentaron desalojar el corte que hacía meses mantenían sobre la ruta 86, en reclamo de la devolución de tierras que están siendo utilizadas para la construcción de la Facultad de Agricultura y Ambiente de la UNaF.
El libro cierra con una cita del antropólogo francés Pierre Clastes: “el genocidio asesina los cuerpos de los pueblos, el etnocidio los mata en su espíritu”; en palabras de Bonatti y Valdez, “dos tipos de criminalidad que atraviesan a los pueblos indígenas americanos desde hace 500 años”.