Entre la tecnología cotidiana, los vórtices de información y la auto-conciencia compartida, emerge la posibilidad de un nuevo linaje espiritual, cuya esencia está íntimamente ligada al uso de tecnologías digitales para dialogar con la miríada de bits.
La figura del chamán
A pesar de que es un término que a lo largo del tiempo se ha vuelto un tanto confuso, en buena medida por el abuso pop de esta palabra, el origen de chamán, proviene de šamán, palabra empleada en las lenguas túrquicas que se esparcieron desde el este de Europa hasta el oeste de China, pasando por Rusia, en particular Siberia y Mongolia. En esta región, el término se utilizaba para denominar a un sacerdote, brujo, o curandero, figura prominente en las culturas de esta zona.
Mircea Eliade, el gran erudito húngaro, autor de decenas de libros sobre etno misticismo, se aventura a afirmar, no sin antes advertir la complejidad que implica definir el término, que el chamanismo se refiere a una “técnica de éxtasis religioso” [1]. Pero tratando de ir un poco más allá y sabiendo que, a diferencia del señor Eliade, no tenemos una reputación académica que mancillar, podríamos intentar definir a la figura del chamán de la siguiente manera: aquel que actúa como un enlazador de mundos, entre un plano visible o físico y otro invisible o etéreo, y que tiene acceso, o mejor dicho maestría, en prácticas que traducen ese enlazamiento en sanación, adivinación o manipulación de fenómenos naturales.
En cuanto al rol social del chamán, existe un aspecto particularmente interesante, en buena medida por su paradójica naturaleza: por un lado esta figura desempeñaba un activo papel entre la comunidad, sirviendo como un catalizador de los temores y los conflictos colectivos, pero a la vez se mantenían como entidades periféricas en la estructura comunitaria, es decir, estaban exentos de las peripecias del poder político e incluso, generalmente, vivían físicamente alejados del resto de la población.
Lo anterior nos remite a una de las actividades etéreas del chamanismo: establecer un diálogo, aprovechando su habilidad para acceder a las periferias de la conciencia tanto individual como colectiva, entre el centro del laberinto interior, la entrada y la salida. O, en otras palabras, consumar una comunión entre la vida externa y la vida interna de una persona, relación armónica que usualmente se traducía en el alivio del mal que aquejaba al sujeto en cuestión.
“Algo que se puede afirmar del chamán es que habita en el filo de los mapas culturales. El chamán actúa como una especie de interfaz entre la cultura específica de un cierto grupo tribal y el mundo exterior, un mundo que podemos concebir no solo como natural, sino cósmico, abstracto, alienígena” dice Terence McKenna sobre esta especie de versatilidad transdimensional de estos personajes [2].
Otro elemento particularmente apasionante de la figura del chamán es su naturaleza elusiva, engañosa. De algún modo replica el arquetipo identitario del embaucador mágico, del trickster (en inglés) que responde igualmente a un carácter elusivo, engañoso, lúdico, esencialmente teatral y dotado de una hipnótica sagacidad —personalidad que nos remite a deidades como Loki en la cosmogonía escandinava o al brujo oaxaqueño Don Genaro, personaje que aparece en las narrativas chamánicas de Carlos Castaneda. Y precisamente esta habilidad dramática es la que permite al chamán generar una catarsis curativa, es el conducto a través del cual monta una escena teatral que resulta del entrelazamiento del mapa cultural “ordinario” con una realidad “aparte”.
Y para terminar de exponer las virtudes más admirables del chamán, me gustaría citar un fragmento de Escritores en el Cielo de Hades, el ensayo que Jason Kephas publicó en este sitio, donde se habla de una meta-empatía que este curandero transdimensional debe fomentar para cumplir su misión sanadora:
¿Cómo funciona un ritual chamánico? ¿Por qué los humanos sanan al ver a alguien más realizar un ritual? A primera vista la respuesta parece obvia: ver un ritual detona una idea (empezamos a pensar en sanar), lo que luego detona un cambio (sanamos). Así es como la mayoría de nosotros pensamos sobre pensar: las sensaciones causan pensamientos que causan respuestas físicas. El ritual chamánico es un ejemplo esencial de cómo puede funcionar un proceso de pensamiento como este.
Pero esta simple respuesta probablemente esté equivocada. El ritual chamánico no nos hace pensar en la sanación. En cambio, el ritual chamánico nos hace pensar que estamos haciendo la sanación. Desde la perspectiva del cerebro, el acto de sanar no está precedido por una idea separada, la cual absorbemos a través de ver al chamán. El acto en sí mismo es la sanación. En otras palabras, el ritual chamánico funciona convenciéndonos de que no estamos viendo un ritual chamánico. Pensamos que somos el chamán, haciendo el ritual.[3]
Tecnochamanismo y Ciberespiritualidad
Imagen: Malakh7
En la actualidad vivimos el probable clímax de una era que, desde un cierto punto de vista, se ha caracterizado por la frivolización de los estilos de vida —gracias a fenómenos como el consumo y el culto a íconos artificiales—, la confusión espiritual y la desconexión con la naturaleza, en detrimento de aspiraciones materiales proyectadas en una abstracción llamada status. “La verdadera tragedia de nuestra situación cultural es que no tenemos una tradición chamánica”, nos dice el propio Terence en su magna obra Archaic Revival, refiriéndose al actual contexto de Occidente.
Pero también, desde una perspectiva más esperanzadora, podríamos afirmar que con la llegada de las tecnologías digitales y en particular con la apertura de los arcones de la información, los límites del mapa cultural que rige el concepto de realidad se han relajado a favor de la expansión de la conciencia y, por lo tanto, del espíritu, esto más allá de las alienantes manifestaciones que también ha implicado el contacto con estas nuevas tecnologías.
Y de la mano de esta tecnologización de la sociedad contemporánea, emergen, en forma orgánica, situaciones que propician la comunión armónica entre la búsqueda espiritual del hombre, ligada a la persecución del bien propio y del bienestar compartido y su relación con las herramientas tecnológicas, particularmente digitales. Esta convivencia cotidiana entre los causes tecnológicos y los espirituales ha dado vida de acuerdo a mi percepción personal, a un nuevo caudal místico: el tecnochamanismo o ciberespiritualidad.
“Yo creo que el chamán electrónico —la persona que persigue la exploración de estos espacios (refiriéndose a las regiones que van más allá del mapa cultural)— existen para regresar a compartirnos, al resto de nosotros, qué sucede en esos lugares”, nos dice Erik Davis, uno de los más lúcidos teóricos sobre la relación tecnoespiritual, en su artículo Psychedelic Culture: One Or Many? [4].
Comencemos pues por intentar definir el tecnochamanismo o la ciberespiritualidad —términos que si bien podrían responder a fenómenos distintos, lo cierto es que están íntimamente ligados y, por razones de practicidad, los agruparemos como un concepto unificado. Y ante está misión resulta interesante contemplar dos posibilidades: ya sea que se refieran al uso de tecnologías dentro de los rituales chamánicos o al uso de nociones chamánicas (o incluso, en un plano más general, de preceptos místicos y espirituales) en el uso cotidiano de tecnologías.
En lo personal me inclino más por la segunda de estas posibilidades aunque, supongo, en algún punto convergen y se tornan indistinguibles entre si. Y mi preferencia responde a que el segundo de los casos, a diferencia del primero que enfatiza en el uso de dispositivos para ampliar la conciencia y desarrollar habilidades particulares, sugiere un acercamiento ritual al tratamiento que le damos a las tecnologías cotidianas. Y en este sentido aludimos a la re-sacralización de la realidad, y de todo lo que esta implica, comenzando por aquellas herramientas más determinantes para nuestra manera de concebir dicha realidad. Y en mi opinión, si queremos contrarrestar la cultura del consumo y la manipulación para retomar una cultura chamánica, lo primero que debiésemos hacer es sacralizar, nuevamente, nuestro diálogo con la otredad y en general con todo aquello que nos rodea.
Pero una vez transcendida la bifurcación del sendero y elegida la segunda de las nociones para proponer una definición referencial de este fenómeno, podemos proceder a ahondar un poco más en la definición conceptual. Antero Alli, distinguido artista y psiconauta, nos habla sobre la figura tecno-contemporánea del chamán: “Un chamán moderno es un chamán del siglo XXI que lleva el sobrenombre codificado de Ciber-chamán. Del griego, Ciberse refiere a “piloto”. Un chamán moderno es un individuo de poder que interactúa con espíritus, detonando conocimiento, visión, tecnología y diversión sofisticada” [5] .
Tomando en cuenta el contexto anterior, podríamos afirmar que, en resumidas cuentas, el tecnochamán es aquel que altera conscientemente su propia conciencia o la del prójimo, recurriendo a herramientas tecnológicas. Y si recordamos que una cualidad fundamental del chamán es su habilidad para sortear las fronteras de diversos planos y enlazarlos armónicamente, entonces podríamos adjudicar el concepto de “realidad aparte” a la actual noosfera (o dicho en términos más actuales, datásfera) y postular como tecnochamán a aquella persona que es capaz de viajar voluntariamente a esa caótica y a la vez divina red de información, para recaudar bits que traerá consigo al plano ordinario y compartirlos en beneficio del desarrollo personal y comunitario.
Ahora llega el momento de enfrentarnos a una interrogante fundamental sobre este asunto: preguntarnos si en realidad se está dando una fusión entre los desarrollos espirituales y tecno/informativos de individuos o grupos en la actualidad. Y un poco angustiado por la posibilidad de que lo que percibo como un resurgimiento adaptado de la tradición chamánica y mística dentro del entorno tecnoinformativo fuese una alucinación optimista de mi parte, planteé a David Metcalf, editor y destacado estudioso de las tradiciones y actualidades místicas, sobre la posibilidad de que estuviésemos dando a luz a una especie de linaje contemporáneo de espiritualidad. Y su respuesta fue tan esperanzadora con mi premisa original —además, recordemos que una alucinación compartida ya es, en sí, una porción de realidad: “En efecto, parece que estamos alcanzando un buen punto de intersección en el que estamos haciendo conciencia sobre la posibilidad de nuevos caminos y prácticas. Actualmente se está realizando bastante trabajo interesante que trasciende el sincretismo y se manifiesta en áreas de desarrollo y extensión de las ideas tradicionales”.
No satisfecho con la comodidad de la potencial alucinación compartida, y para responder a esta interrogante que cuestiona la posible consumación de un cauce tecnomístico, considero pertinente el repaso de tres fenómenos socioculturalmente significativos que se han registrado en décadas recientes.
Por un lado tenemos el regreso colectivo, ya sea consciente o inconcientemente, a ciertas prácticas y modos de organización propios de los grupos arcaicos. Aquello que el filósofo francés Michel Maffesoli llamó tribus modernas en su obra El tiempo de las tribus [6] y que posteriormente complementó en su ensayo sobre los “vagabundos iniciáticos” [7].
En segundo lugar ubicaríamos a la popularización de técnicas orientales de meditación y ejercicios físicos como las distintas variaciones del yoga, el QiGong o el Zen, sumado a la convivencia entre cientos de miles de experiencias psicoactivas a las cuales se exponen continuamente los jóvenes, y no tan jóvenes, en la actualidad, y al creciente interés compartido por retomar las enseñanzas contenidas en ancestrales caminos espirituales, desde la alquimia hasta el tantra, todo lo cual nos sugiere una inquietud generacional por “despertar al espíritu”.
Finalmente, para completar el trinomio, haremos referencia a la ampliación de nuestro espectro de realidad, fenómeno provocado por un inédito acceso a la información, y que esto es parte de un proceso en el que no solo accedemos a la data, sino que, paralelamente, la generamos, en un posible y determinante coqueteo entre el espíritu y la tecnología/información.
Y precisamente este matrimonio tecnomístico puede derivar en una especie de nuevo linaje espiritual que, quiero pensar, poco tiene que ver con el movimiento conocido como New Age —el cual básicamente radica en un sincretismo pop de las tradiciones místicas— y al cual podríamos adjudicar las nociones de tecnochamanismo y ciberespiritualidad que hemos recorrido en líneas anteriores.
Conclusión
Para terminar este breve y, al menos en lo personal, catártico recorrido, me gustaría repasar algunas piezas protagónicas en torno a los conceptos de tecnochamanismo y ciberespiritualidad. Y este repaso no podríamos comenzarlo sin aludir y agradecer la influencia de personajes como Marshall Mcluhan, Buckminster Fuller, John C. Lilly, Terence Mckenna, Robert Anton Wilson, Erik Davies, Stanislav Groff, Timothy Leary, Antero Alli, Rupert Sheldrake y, más recientemente, Douglas Rushkoff, entre otros pocos más, quienes en síntesis dan vida al salón de la fama de alter-mavericks de la conciencia, y cuyas ideas han contribuido a la posibilidad de que la altamente caótica era que vivimos no pueda descartarse como un pulso histórico de evolución consciente. A continuación mencionaría a Gaz Cobain y Brian Dougans, miembros del Future Sound of London y Amorphous Androgynous, ambos proyectos musicales que han impulsado el abordaje de un despertar tan tecnológico como orgánico y que a través de su música y de su exploración multimedia, nos invitan a percibir la realidad contemporánea como una luminosa mesa en la cual la conciencia está servida. Atom Jack, generoso curador del sitio Fusion Anomaly, uno de los nodos digitales más estimulantes que haya encontrado en casi década y media de surfear la red, y que en lo personal representa un incomparable jardín in-formativo. Aeolus Kephas, amigo de la redacción de Pijama Surf, colaborador de este medio y quien nos regaló uno de los ensayos más lúcidos a los que hemos tenido acceso, Escritores en el Cielo de Hades / Skywriters in Hades (namaste Jason). Complementariamente no quisiera dejar de mencionar ciertos libros que han sido publicados en años recientes y que refuerzan la idea de la tecnoconciencia, entre ellos Digital Dharma: A User’s Guide to Expanding Consciousness in the Infosphere (2007), de Steven Vedro, E-mail to the Universe (2008) y Program or Be Programmed: Ten Commands for a Digital Age (2010) de Anton Wilson y Rushkoff, respectivamente, y From Counterculture to Cyberculture (2008), de Fred Turner.
Y bueno, para terminar no quiero dejar de enfatizar en el posible rol del tecnochamán como esa figura que selecciona, que cura (en los dos sentidos de la palabra) bits extraídos de la datásfera, con el sincero fin de compartirlo para facilitar la autoconciencia compartida. Sí, aquel que penetra conciente y voluntariamente la lasaña de data y regresa para compartir los quantums (como translúcidos cuarzos) con el resto de su tribu. Esta función me remite de algún modo, y sin querer adjudicarnos ningún rol épico o guirnalda tecnomística alguna, al rol que intentamos desempeñar, con honestidad, en PS. Y al decir esto no quiero postularme ni a mí ni a mis compañeros como tecnochamanes, algo que, me temo, es aún distante. Pero, en cambio, me ilusiona jugar con la posibilidad de que somos otros jardineros, afortunadamente somo cada vez más, velando por la flor digital del espíritu, materia prima de la alquimia informativa.
Twitter del autor: @paradoxeparadis / Lucio Montlune
http://pijamasurf.com/2012/03/sobre-tecno-chamanismo-y-ciber-espiritualidad-la-flor-digital-del-espiritu/